domingo, 6 de julio de 2014

El sabor de un hombre - Slavenka Drakulic

Nunca hasta entonces para mí la muerte había estado tan próxima al placer. La idea de la muerte que se me aparecía antes de dormirme extenuada, era tan ligera y vaporosa como un tenue velo negro mecido por nuestro aliento. Morir así, fundidos en un minúsculo núcleo negro de eternidad. Si intentaba decir algo, él me tapaba la boca con la mano. Temía mis susurros, palabras que no pronunciaba pero que estaban ahí, entre los dos cuerpos húmedos inermes. Más tarde, cuando empezamos a cocinar juntos, nuestro tiempo dejó de estar limitado a la noche. Por el día en la cocina las palabras se transformaban en jugosos bocados de pierna de cordero asada, patatas, sopa de marisco, pescado en salsa de eneldo y tarta de chocolate. Era como si a través de la comida nos liberáramos del miedo a los malentendidos. Pero no había ningún modo, absolutamente ninguno, de que nos pudiéramos saciar el uno del otro. Cuando se lo mencioné, cuando le dije que nada podía aplacar mi hambre de él, me recitó a María Bonaparte. Comprendí sus palabras, aunque estaban en portugués: «O amor é o mais exigente, o mais difícil de satisfazer de nossos instintos. Temos fome e se podemos comer, a fome desaparece. Temos sede e se podemos beber, cessamos de ter sede. Temos sono e se dormimos nos despertamos dispostos. Assim repousados, saciados, despertos, não pensamos mais em comer, beber ou dormir, até que a necessidade de novo renasça. Mas a necessidade de amor é de uma tenacidade diferente. Parece com una sede de ninguém poderá satisfazer totalmente, nem mesmo pela posse física.»

Slavenka Drakulic, de El sabor de un hombre

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