Entonces alguien dijo: "¿Qué te pasa? ¿Por qué llorás?", y me sentí
espiado, agredido en mi intimidad. Desde la higuera me contemplaba una
chiquilina desconocida. Le pregunté quién era y me dijo que era Rita,
prima de Norberto. Tendría uno o dos años más que yo. Lentamente se fue
moviendo por las ramas hasta que llegó a mi ventana y desembarcó en mi
cuarto. Por entre mis lágrimas puede ver que era bastante linda, que
tenía una mirada dulce y que su relojito pulsera marcaba las tres y
diez.
Me puso la mano en el hombro y volvió a preguntar qué me pasaba. "Mi
mamá se va a morir", dije, con más angustia de la que en realidad
sentía. "Todos nos vamos a morir", sentenció Rita. "Pero ella se va a
morir muy pronto." Y agregué: "Es un secreto. Nadie lo sabe. No vayas a
contárselo a Norberto, porque entonces se entera todo el barrio,
empezando por el cura". "Podés estar tranquilo. No lo diré a nadie.
Fijate que ni siquiera tengo confesor." Este último detalle me infundió
confianza.
Se sentó a mi lado, en la cama. "No tengas vergüenza de llorar. Hace
bien. Elimina toxinas. Por eso las mujeres vivimos más que los hombres.
Porque lloramos más." Su sabiduría me dejó pasmado. Sin embargo, saqué
cuentas: el viejo no lloraba casi nunca y mamá sí, y sin embargo ella, a
pesar de todas las toxinas que había eliminado, se iba a morir antes
que él. De esta deducción no le dije nada a Rita, nada más que para no
desanimarla.
Entonces me pasó su mano (suave, de dedos finos y un poco fríos) por la
mejilla todavía húmeda, y luego esa misma mano presionó levemente hasta
que mi cabeza quedó apoyada sobre su pecho. Me sentí confortado y
confortable. Una extraña paz (no estática sino activa) comenzó a
invadirme. Aquella mano tranquilizadora me acarició las sienes, los
labios, el mentón. A esa altura yo ya estaba en la gloria y la pena casi
se me había esfumado, pero comprendí vagamente que la congoja había
sido después de todo una buena inversión, de modo que seguí
transmitiendo pesadumbre.
Rita tuvo entonces un gesto que puso punto final, ahora sí, a mi
infancia: me besó. En la mejilla, junto a la comisura de los labios, y
se demoró un poquito en aquel contacto. Tengo la impresión de que ése
fue mi primer borrador de felicidad. "Me gustas, Claudio", dijo.
"Norberto habla muy bien de vos. Sos su mejor amigo." "¿Vos también vas a
ser mi amiga?" "Claro, ya lo soy. Lástima que me voy mañana." O sea, el
infierno tras el paraíso. "¿A dónde te vas?" "A Córdoba, en Argentina.
Vivo allí." "¿Y no vas a volver?" "No lo creo." Entonces yo también la
besé en la mejilla, cerca de los labios, y ella sonrío, buenísima. Creo
que le gustó. Sentí una agitación nueva, una euforia casi heroica. No
era todavía, por razones obvias, una excitación sexual, digamos que era
una emoción pre erótica. De todos modos, mucho más intensa que la que en
otros tiempos me provocara Antonia.
Rita se puso de pie, se acercó a la ventana, y moviéndose rápidamente
entre las ramas de la higuera, regresó al patio de Norberto. Desde allí
abajo me saludó con la mano. Yo sólo la miré, desolado.
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