rencor. El 23 de setiembre no sólo escribí varias veces:
“Dios mío”. También lo pronuncié, también lo sentí. Por primera vez en mi vida,
sentí que podía dialogar con Él. Pero en el diálogo Dios tuvo una parte floja,
vacilante, como si no estuviera muy seguro de sí. Tal vez yo haya estado a
punto de conmoverlo. Tuve la sensación, además, de que había un argumento
decisivo, un argumento que estaba junto a mí, frente a mí, y que, pese a ello,
yo no podía reconocer, no podía incorporar a mi alegato. Entonces, pasado ese
plazo que Él me otorgó para que yo lo convenciera, pasado ese amago de
vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente sus fuerzas. Dios volvió a
ser la todopoderosa Negación de siempre. Sin embargo, no puedo tenerle rencor,
no puedo manosearlo con mi odio. Sé que me dio la oportunidad y que no supe
aprovecharla. Quizá algún día pueda asir ese argumento único, decisivo, pero
para ese entonces yo ya estaré atrozmente ajado y este presente más ajado aún.
A veces pienso que si Dios jugara limpio, también me habría dado el argumento
que debía usar contra él. Pero no. No puede ser. No quiero un Dios que me
mantenga, que se decida a confiarme la llave para volver, tarde o temprano, a
mi conciencia; no quiero un Dios que me brinde todo hecho, como podría hacer
uno de esos prósperos padres de la Rambla, podridos en plata, con su hijito
pituco e inservible. Eso sí que no. Ahora las relaciones entre Dios y yo se han
enfriado. Él sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo sé que Él es una lejana
soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su
orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.
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