Es curioso. Cuando uno está afuera e imagina que, por una razón o por
otra, puede pasar varios años entre cuatro paredes, piensa que no
aguantaría, que eso sería sencillamente insoportable. No obstante, es
soportable, ya se ve. Al menos yo lo he soportado. No niego haber pasado
momentos de desesperación, además de aquellos en que la desesperación
incluye sufrimiento físico. Pero ahora me refiero a la desesperación
pura, cuando uno empieza a calcular, y el resultado es esta jornada de
clausura, multiplicada por miles de días. No obstante, el cuerpo es mas
adaptable que el ánimo. El cuerpo es el primero que se acostumbra a los
nuevos horarios, a sus nuevas posturas, al nuevo ritmo de sus
necesidades, a sus nuevos cansancios, a sus nuevos descansos, a su nuevo
hacer y a su nuevo no hacer. Si tenés un compañero, lo podés medir al
principio como a un intruso. Pero de a poco se va convirtiendo en
interlocutor. El de ahora es el octavo. Creo que con todos me he llevado
bastante bien. Lo bravo es cuando las desesperaciones no coinciden, y
el otro te contagia la suya, o vos le contagiás la tuya. O también puede
ocurrir que uno de los dos se oponga resueltamente al contagio y esa
resistencia origine un choque verbal, un enfrentamiento, y en esos casos
justamente la condición de clausura ayuda poco, mas bien exacerba los
ánimos, le hace a uno (y al otro) pronunciar agravios, y, algunas veces,
hasta decir cosas irreparables que enseguida agudizan su significado
por el mero hecho de que la presencia del otro es obligatoria y por lo
tanto inevitable. Y si la situación se pone tan dura que los dos
ocupantes del lugarcito no se dirijan la palabra, entonces tal compañía,
embarazosa y tensa, lo deteriora a uno mucho más, y más rápidamente,
que una soledad total. Por suerte, en este ya largo historial, tuve un
solo capítulo de este estilo, y duró poco. Estábamos tan podridos de ese
silencio a dos voces, que una tarde nos miramos y casi simultaneamente
empezamos a hablar. Después fue fácil.
Hace aproximadamente dos meses que no tengo noticias tuyas. No te
pregunto que pasa porque sé lo que pasa. Y lo que no. Dicen que dentro
de una semana todo se regulizará otra vez. Ojalá. No sabes lo importante
que es una carta para cualquiera de nosotros. Cuando hay recreo y
salimos, de inmediato se sabe quiénes recibieron cartas y quiénes no.
Hay una extraña iluminación en los rostros de los primeros, aunque
muchas veces traten de ocultar su alegría para no entristecer más a los
que no tuvieron esa suerte. En estas últimas semanas, por razones
obvias, todos estábamos con caras largas, y eso tampoco es bueno. De
modo que no tengo respuesta a ninguna pregunta tuya, sencillamente
porque carezco de tus preguntas. Pero yo sí tengo preguntas. No las que
vos ya sabés sin necesidad de que te las haga, y que, dicho sea de paso,
no me gusta hacerte para no tentarte a que alguna vez (en broma, o lo
que sería muchísimo más grave, en serio) me digas: "Ya no." Simplemente
quería preguntarte por el Viejo. Hace mucho que no me escribe. Y en este
caso tengo la impresión de que no hay ninguna otra causa para la no
recepción de cartas. Sólo que hace mucho que no me escribe. Y no sé por
qué. Repaso a veces (sólo mentalmente, claro), lo que recuerdo haberle
escrito en algunos de mis breves mensajes, pero no creo que haya habido
en ellos nada que lo hiriera. ¿Lo ves a menudo? Otra pregunta: ¿cómo le
va a Beatriz en la escuela? En su última cartita me pareció notar cierta
ambigüedad en sus datos. ¿Te das cuenta de que te extraño? Pese a mi
capacidad de adaptación, que no es poca, ésta es una de las faltas a las
que ni mi ánimo ni mi cuerpo se han acostumbrado. Al menos, hasta hoy.
¿Llegaré a habituarme? No lo creo. ¿Vos te habituaste?
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